Tlacaelel Acosta
En la conferencia matutina del pasado 27 de octubre, el presidente de la república confesó abiertamente su preocupación por el giro neoliberal en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), argumentando que desde hace varias décadas se había “derechizado” y puesto al servicio de las elites gobernantes. Declaración que causó gran polémica en tanto su juicio fue interpretado como un atentado directo contra la autonomía de la máxima casa de estudios. Pero más allá de las diferentes reacciones al mensaje, o de la intencionalidad del mismo, la declaración fue útil para reavivar un viejo debate que tiene como epicentro la siguiente interrogante: ¿Cuál es o debería de ser la función de la universidad pública, y qué papel desempeña la autonomía universitaria en ella?
Para sintetizar parte de lo que se ha comentado sobre el fenómeno, en primer lugar, es necesario
recordar que existen diferentes modelos de universidad, de conformidad a su formas o métodos de financiamiento, al perfil socio-económico de su comunidad, a la orientación de la enseñanza, a su estructura organizacional, entre otros factores. Por encima de la vocación universalista de este tipo de institución de educación superior, hay matices y diferencias efectivas entre las universidades. A sabiendas de ello, la UNAM es un caso atípico, y con frecuencia, difícil de encuadrar. Todavía para los noventas del siglo pasado, no pocos la catalogaban como el estandarte a nivel federal del modelo de universidad pública, popular y de masas, no solo por la gratuidad de sus servicios y por el tamaño de la población estudiantil, sino también, debido a su protagonismo en distintos episodios socio-políticos durante la época de consolidación del Estado-nación mexicano. Sin embargo, al mismo tiempo, su cascaron institucional nunca ha dejado de ser napoleónico; vertical y autoritario, imprimiéndole a la universidad un matiz elitista y meritocrático.
El poder político en la UNAM descansa en dos órganos diferentes, aunque complementarios: la Junta de Gobierno y el Consejo Universitario. La Junta de Gobierno está integrada por quince “distinguidos miembros de la comunidad universitaria”, mismos que son los responsables de elegir al rector de la universidad, a los directores de las facultades, escuelas e institutos, y a los miembros del Patronato. Por la naturaleza de su integración y funciones, la junta se asemeja a las asambleas o consejos de notables, que nos rememoran una institución típica de las monarquías europeas de los siglos XVII y XVIII. El Consejo Universitario, en cambio, funge como el órgano colegiado donde se toman las principales
decisiones de la universidad, y este se compone a la fecha por 315 consejeros, de los cuales sólo 84 son estudiantes, y el resto de las curules se reparten entre personal académico y administrativo. Este órgano no paritario, es además, el encargado de designar a los miembros de la Junta de Gobierno. Tan solo por su conformación y posterior limitación por la Junta de Gobierno, es imposible que este espacio pueda fungir como un órgano deliberativo que sirva para emprender transformaciones estructurales en la universidad. Ni si quiera podría considerarse al consejo universitario como algo parecido a un parlamento; funciona más bien como una corte imperial.
"Emprender la crítica y reevaluación de la función de las universidades públicas, así como de su funcionamiento interno, es una de las tareas más inmediatas y pertinentes que nos atiende en los tiempos hoy si queremos iniciar la refundación de estos espacios que han sido gestionados antidemocráticamente por agentes del capital."
En segundo término, se encuentra la cuestión de la autonomía, elemento que ha servido como blindaje casi frente a cualquier tipo de crítica o señalamiento hacia la universidad que venga desde el exterior, aunque la política universitaria de más alto nivel se encuentre partidocratizada. En torno a este asunto, es de conocimiento general que la autonomía de la UNAM es una autonomía parcial frente al gobierno federal, de tipo organizacional, decisoria, técnica y operativa, más no presupuestaria, ni institucional. La Ley Orgánica señala que la UNAM es una corporación pública y un organismo descentralizado del Estado, no un ente aparte que se rige al margen del régimen político. En este sentido, -y muy a pesar de la libertad de catedra, investigación y crítica- la universidad nacional, por decirlo en términos althusserianos, es un aparato ideológico de Estado que cumple una función política: la reproducción de la cultura, valores y orientaciones de la clase dominante en su presentación más sofisticada. Por si fuera poco, desde finales del siglo pasado se ha observado una mayor penetración de la iniciativa privada trasnacional en la investigación a partir de la
reorientación de las investigaciones científicas, la compra de los productos o patentes investigativas, el ejercicio de supuestas donaciones altruistas, y demás actos que socavan el sentido social de la universidad, y su vocación educativa. Dicha mutación, que no es privativa de la UNAM, es lo que ha llevado a pensadores como Boaventura de Sousa Santos, Pablo González Casanova y Octavio Rodríguez Araujo, a señalar que las universidades populares de ataño hoy se encuentran en crisis ante su reestructuración como universidades-empresa vinculadas a la generación de conocimiento útil a los intereses de los inversionistas que ocupan un lugar privilegiado en el capitalismo global. ¿Qué queda por hacer? Emprender la crítica y reevaluación de la función de las universidades públicas, así como de su funcionamiento interno, es una de las tareas más inmediatas y pertinentes que nos atiende en los tiempos hoy si queremos iniciar la refundación de estos espacios que han sido gestionados antidemocráticamente por agentes del capital.